Beatriz Iraburu

    Beatriz Iraburu

    Sin concesiones al dramatismo Durante dos décadas, Beatriz Iraburu vivió en las capitales que son los centros del mundo occidental. Los centros políticos (Londres, París, Washington) y el centro religioso (Roma). Vivió e informó de cuanto allí sucedía, y le tocó escribir de guerras, de elecciones que cambiaron el rumbo de la historia, de crisis económicas y de euforias inconsistentes, de corrupciones y de santidades aclamadas por multitudes. Pero nunca olvidó que, bajo esa capa de noticias que aspiran a entrar en los manuales de historia que estudiarán nuestros hijos y nietos, bulle siempre una sociedad, un conjunto de personas cuya manera de vivir va cambiando también al ritmo de los tiempos. Gracias a las crónicas de Beatriz Iraburu comprendimos las claves que hacían que la Tierra siguiera girando, pero también conocimos cómo viven cada día los italianos, qué dificultades tienen muchos estadounidenses para llegar a fin de mes, cómo han asumido el fin de su grandeza pretérita los británicos o de qué manera cargan los franceses con los muchos sambenitos que les hemos colgado todos. Las crónicas de Bea, como la hemos llamado siempre cuantos hemos trabajado con ella, aunque fuera desde la distancia de una redacción, han sido un ejercicio extraordinario de concisión, agudeza, ternura y sentido del humor. Concisión, porque ella es muy consciente de que el lector de un periódico desea que le cuenten lo esencial de las cosas, que el cronista no se pierda en extraños vericuetos que no llevan a ninguna parte, que no convierta su texto en una estéril exhibición de estilo. Agudeza porque su mirada culta y documentada ha ido siempre más allá de la superficie, explicando las razones por las que sucedían las cosas, lo que es la clave verdadera de una buena crónica. Ternura porque se ha puesto siempre de parte de las personas más allá de las razones políticas o de Estado, más allá de las organizaciones o la lógica de los mercados. Y sentido del humor porque incluso en los momentos más tensos, en los actos más solemnes, ha sabido observar ese detalle fuera de lugar, ese gesto que delataba a quien lo hacía, esa incongruencia que echaba por tierra la severidad de la escena. A comienzos del milenio, cansada después de tantos años fuera de casa, sufriendo la vida de una corresponsal que termina por trabajar todos los días del año salvo cuando está de vacaciones lejos de su oficina, decidió dejar el periodismo. Al menos, el periodismo profesional. Quería aprovechar el tiempo para vivir, colaborar con proyectos solidarios y contemplar el mundo de otra manera. Sólo había disfrutado unos meses de su nueva vida cuando recibió una noticia en forma de palabra inmencionable. Bea luchó, sufrió y venció. A finales de 2008 presentó un libro que trata de ayudar a las mujeres que sufren su misma enfermedad. El libro es como ella: conciso, directo, muy bien escrito, documentado, útil y sin concesiones al dramatismo. De nuevo, la periodista que utiliza su conocimiento directo no para hablar de sí sino para explicar mejor lo que quiere contar y ser útil para los demás. Una renuncia expresa al protagonismo que, en estos tiempos de ególatras disfrazados de periodistas, es el mejor ejemplo de cómo se deben hacer las cosas. César Coca