José Luis Márquez
En territorio comanche Es el cámara de televisión más valiente que conocí. Y eso que tuve el privilegio de trabajar con unos cuantos. Tenía la sangre fría y el pulso de hierro, el cabrón, hasta el punto de que a veces, cuando estábamos ganándonos el jornal, yo tenía que decirle que moviera un poquito la cámara o se agachara porque, si no, nadie creería que estuviese grabando de verdad aquello de cerca, sin trípode y de pie. Recuerdo que una vez, en un sitio llamado Gorne Radici, se mosqueó mucho porque, en vista de que no se movía cuando cascaban cebollazos, yo intentaba empujarlo disimuladamente para que no sacara los planos tan perfectos. Se rebotó con aquello y empezamos a discutir en mitad del pifostio, y pasamos el resto de la mañana, yo dándole empujoncitos cada vez que nos arrimaban candela, y él apartándose de mí y diciendo que me iba a calzar una hostia, mientras los de las escopetas que andaban pegando tiros nos miraban como si estuviéramos majaras. De Vietnam a los Balcanes, pasando por la plaza de Tiananmen, la biografía de José Luis Márquez León cubre más de un cuarto de siglo de historia bélica. De conmociones internacionales que abrieron telediarios. Tuve la suerte de trabajar a su lado muchas veces, en especial durante la larga guerra de los Balcanes. Con él pasé en Mostar mi última Navidad como reportero, la del año 93. Creo que nunca respeté tanto a nadie. Y no fui el único. Ese fulano gruñón, compacto y duro, de ojos azules y jeta impasible, con su voz de carraca vieja y su sempiterno cigarrillo colgado en la boca, era y es una leyenda en el mundo de los reporteros gráficos internacionales. Yo mismo vi, después de que grabara unas imágenes de belleza y horror perfectos —a veces una cosa y otra eran compatibles, pues no siempre lo peor es la sangre— en un lugar llamado Kukunjevac, acudir a la sala de montaje a los más fogueados cámaras de las televisiones internacionales para contemplar su trabajo, admirados. “Es la guerra de verdad”, comentó Rust, de la CNN. Y por Dios lo era. Quienes veían aquellos telediarios recordarán otro de sus momentos de gloria profesional, pues unas imágenes suyas dieron la vuelta al mundo, emitidas cientos de veces: un croata tumbado en el suelo, intentando acertarle con un lanzagranadas a un tanque serbio, en Vukovar, mientras las balas trazadoras que disparaba el tanque pegaban en el asfalto alrededor, entre las piernas de Márquez, que, de pie junto al soldado, grababa la escena. Luego, un impacto en una pierna del soldado, éste saltando a la pata coja, las manos del reportero que estaba con Márquez —mis manos— metiéndole un paquete de kleenex al herido en el agujero de bala para taponar la hemorragia, y en ese momento, pumba, un zambombazo que hizo a herido y reportero buscar resguardo a toda leche, mientras el cámara, que seguía grabándolo todo de pie y sin inmutarse, se limitaba a pulsar la tecla de zoom abriendo a plano general. Se jubiló hace algún tiempo de la tele. Nos vemos de vez en cuando, o hablamos por teléfono con esa bronca aspereza que era, y sigue siendo, nuestra manera de ser amigos. Vete a tomar por saco. Mamón. Etcétera. Nunca hablamos entre nosotros de batallitas, ni falta que hace. Como mucho, recordamos a Miguel Gil Moreno, a Julio Fuentes y a los otros compadres que dejaron de fumar. Cuando me pasé del todo a la tecla, escribí Territorio comanche y dediqué el libro al puente de Petrinja y a Márquez —Carmelo Gómez lo encarnó de maravilla en la película de Gerardo Herrero—, los jefes de la tele quisieron vengarse en él, pues yo estaba fuera de su línea de tiro. Lo pusieron a hacer guardias en la puerta de la Audiencia Nacional. Es la única vez en mi vida que he usado el teléfono para algo así: llamé a Ramón Colom, director de TVE, y le dije que si no lo dejaban en paz, igual me daba por escribir sobre otros territorios y sus habitantes, y entonces nos íbamos a reír mucho, todos. Ramón captó el mensaje, cumplió como un caballero, y Márquez volvió a sus guerras: Kosovo, Chechenia, Iraq y todo eso. Luego aceptó la jubilación anticipada y ahora vive junto al mar, con un enano que, estoy seguro, tiene la misma cara de rubio cabrón, la voz de carraca y la mala leche que su padre. Sólo una vez en 21 años lo vi moquear. No trabajando, pues ya he dicho que era impasible. Se lo comía todo para sí, y al acabar el curro dejaba la cámara en el suelo, se sentaba en cuclillas con la espalda contra la pared y encendía un pitillo en silencio. Decía que cuando se jubilara iba a comprarse un Rolex, y decidí adelantarme gracias a los derechos de autor de Territorio comanche. Una noche le invité a cenar un chuletón en El Schotis, en la Cava Baja de Madrid, y le tiré el reloj sobre la mesa. “Toma, gilipollas”, dije. Se lo quedó mirando, sin tocarlo, y sólo dijo dos veces: “En mi puta vida”. Fue entonces cuando lloró. No mucho, claro. Una lagrimita de nada. Estamos hablando de Márquez. Arturo Pérez-Reverte