Pilar Bonet
Una excepción que se comprende Pilar Bonet nació en Ibiza, en 1952. Se licenció en Filología Hispánica y Ciencias de la Información en Barcelona. Simultaneó sus cursos universitarios con el aprendizaje del alemán, el ruso y el inglés. Más tarde estudiaría francés y adquiriría nociones de árabe y ucraniano. Empezó en dos diarios de su tierra, Baleares y última Hora, y, en los primeros tiempos de la transición, se embarcó en UC, un semanario intrépido que duró nueve meses, lo que tardaron los anunciantes en asustarse. Entonces entró en El Periódico. Saber alemán le permitió incorporarse a la corresponsalía de Efe en Viena, ciudad desde la que se informaba sobre Europa del Este. Era 1980 y el sindicato Solidarnosc se aprestaba a entablar el pulso pacífico que acabaría desalojando del poder al régimen comunista polaco y que precipitaría el fin de los poderes totalitarios en Europa del Este. Bonet se empleó a fondo en esta primera gran crisis que le tocó cubrir. En 1982, El País le ofreció trabajo en Madrid y, al año, le encomendó la apertura de la corresponsalía de Moscú. Llegó a la capital de la URSS con Yuri Andropov moribundo y Konstantin Chernienko a punto de convertirse en el intervalo previo al ciclón Gorbachov. Bonet —personas que le son cercanas la describen como imaginativa, hiperactiva, trabajadora, leal, de genio vivo— siguió los avatares del derrumbe de la Unión Soviética siempre que le fue posible en directo, entrevistando a todo el que se movía, estudiando y reflexionando. Su labor obtuvo en 1989 el premio del Club Internacional de Prensa y, en 1990, el Víctor de la Serna. En 1997 recibió el Cirilo Rodríguez. A los cuatro años de llegar a la capital rusa publicó una guía, Moscú, y, entre 1990 y 1991, recogió material para Imágenes sobre fondo rojo. Estampas de la crisis soviética, un libro articulado en torno a personajes de carne y hueso como Gulaita Esmuratova, “la esposa del académico Kamálov, que pacientemente borda a punto de cruz el rostro del poeta Pushkin, mientras critica la bigamia que practican algunos de los hombres más respetados de la localidad”. Esmuratova, los mineros de Vorkuta en el Círculo ártico, o Alexander Men, un pope ortodoxo de origen judío asesinado a hachazos a los cuatro días de hablar con ella, son algunos de los personajes a través de los cuales se perciben las distintas herencias históricas, esperanzas, confusión, miedos, ilusiones, certidumbres o resistencias que coexistían durante la descomposición de la Unión Soviética. En 1994 publicó un tercer libro, Yeltsin, un provinciano en el Kremlin. Para 1997 había viajado miles de kilómetros en circunstancias a veces penosas; había hablado con miríadas de personas; había presenciado y contado los cambios más trascendentes sobrevenidos en aquella parte del mundo dese 1917. Necesitaba tomar distancias. Aceptó la corresponsalía de Bonn. Pasó cuatro años en Alemania, los dos últimos en Berlín. En 2001 volvió a Moscú. Rusia, y buena parte de las otras catorce ex repúblicas soviéticas —países independientes desde hacía una década y, formalmente, demócratas— sufrían despotismos más o menos camuflados y versiones particularmente crudas del capitalismo. Personas que ella valoraba se habían adaptado demasiado bien a ese estado de cosas, mientras otras habían pagado, o acabarían pagando, precios exorbitantes por su rectitud insobornable, como su amiga Anna Politkóvskaya, asesinada en octubre de 2006. Estamos a finales de 2009 y Pilar Bonet sigue en Moscú, capital del país más extenso del planeta —17.075.200 de kilómetros cuadrados, unas 34 veces España—, desde donde, con ayuda de Rodrigo Fernández, cubre además once repúblicas limítrofes. El País tiene por norma cambiar a los titulares de las corresponsalías cada cuatro o cinco años, pero con ella ha hecho una excepción. Se comprende. Beatriz Iraburu